22 marzo 2006

A Woman Shoes

Una relación poco estudiada:
Qué busca la mujer en sus zapatos

Los pies son uno de los pocos elementos abiértamente cómicos de la anatomía humana. Feos y torpes cuando la mujer seduce, cuando trabaja, cuando vence, cuando se ríe, cuando baila, puede tener cuellos, senos, ideas, dientes, manos, uñas, pero no se puede dar el lujo de tener pies. Tiene, eso sí, zapatos.
Rojos, negros, sólidos y a la vez livianos, omnipresentes, obsesivos substitutos sexuales, símbolo de seducción, cárcel dorada, los zapatos para la mujer lo dicen todo. Todo, incluso lo que la mujer esconde, o no sabe. Cenicienta bien podía vestirse y vivir como una fregona, pero sus zapatos de cristal, esos en que ella y sólo ella puede entrar cómodamente, la transformaron en princesa. Máscara que revela, verdad hecha adorno; los zapatos son el cofre de un tesoro del que ningún hombre tiene nunca del todo la llave.

LA PRINCESA
El comienzo de su relación con los zapatos marca en la mujer el paso de la infancia a la pubertad. Hasta más o menos los doce años la niña puede aún ser baja, poner la palma de los pies sobre el suelo y jugar con los dedos gordos y cómicos, pero de pronto llega la pubertad, y la niña debe afilar la planta de sus pies y convertirlos en tacón. La niña debe armarse, proteger la débil comicidad de los pies en una armadura. Así, como si se tratara de una prueba, un rito más de paso, la madre lleva a la hija a la zapatería. Ahí ella tiene que elegir en la vitrina unos zapatos que la protejan y acompañen. Un juguete que simboliza, paradójicamente, que ya es grande.
Debe elegir no sólo el más bonito, sino el que mejor armoniza con su cuerpo, el que le permita ser la mujer que ha decidido ser, y que al mismo tiempo se ajuste mejor al tamaño de sus pies, de sus brazos y sus piernas. Tiene que elegir un zapato que se vea bonito por fuera, y relativamente cómodo por dentro.
El cuento de la Cenicienta es el perfecto símbolo de este paso que dan a solas los zapatos. Al huir del baile, la niña deja su femeneidad en la escalera. Deja un zapato. Un zapato de cristal, uno que deja ver el pie que cubre. Un zapato, ahí tirado en la escalera, la cáscara de esa fruta prohibida que el príncipe estaba a punto de probar. Para lograr tener una esposa, el príncipe tiene que unir entonces a la niña con su sexo. Y lo hace probando los zapatos a todas las mujeres del reino hasta que por fin un pie cabe sin forzar, y el zapato revive. La mujer se encuentra con esta huella digital sexual que es la talla de los pies.
Los zapatos son parte integral de la mujer, la protección debajo de la cual puede seguir siendo frágil. La forma, el color, el tamaño determinará en gran parte a que subespecie pertenece la mujer que la lleva. Una y otra vez las mujeres, al conocer a una amiga o amante, van de los ojos a los zapatos, y de los zapatos a los ojos, y hacen con los dos factores una rápida ecuación con lo que concluye certeramente quién eres. Pero los zapatos no son sólo son una defensa y una muestra vana de identidad, sino también un arma que humea y mata.

ZAPATO Y PISTOLA
Algo pasa cuando un hombre toma en su mano una pistola. A un hombre con una pistola en la mano, nadie le pregunta como se llama, donde va, que quiere. Se lo deja pasar. Algo parecido le sucede a una mujer, como si de un revólver se tratara, con un zapato de tacón. Se siente invencible y mortífera, armada. Elige el calibre de la herida que va a inflingir, y sabe que montada sobre esos tacones ganará los plenos poderes de su cuerpo, pero perderá para siempre el derecho a ser inocente.
Pero mientras la pistola no logra nunca hacerse del todo parte del pistolero, los zapatos se hacen uno con la mujer. Y, de hecho, mientras el hombre menos los ve, más mortíferos son. Viven en la cabeza de la mujer que los lleva. Los zapatos, y en eso son mucho más complejos y completos que sus hermanas gemelas las pistolas, son armas, pero también son armaduras. Como en la edad media, los colores, las formas, la complejidad misma de la envoltura es ya media batalla ganada. Es el símbolo del poder que la habita y muchas veces basta para que el enemigo se declare de antemano derrotado.

ELEGIR TU MARCHA
Que los zapatos no tienen nada que ver con los pies es algo que a los hombres nos resulta díficil de comprender. Los zapatos no visten a los pies, sino que la viste a toda ella. La viste, o más bien la expone, la muestra, la completa, la presenta y la ilumina. Pedestal que tiene el doble deber de ser bello e imponente, y al mismo tiempo fingir que no existe, que la estatua flota en el aire, que camina sola contra el viento, sin nunca pagarle sus impuestos al suelo.
Porque en nuestra cultura la mujer tiene que huir como la peste del suelo. Su contacto con él debe ser mínimo, circunstancial. El suelo es para los hombres. El hombre puede hundir sus pies en el barro, no importa. Nosotros, los hombres, no solemos preguntarnos cómo caminamos, y quizá por eso la mayor parte del tiempo no caminamos. Nos quedamos, nos cuidamos.
Al elegir los zapatos, las mujeres eligen también una forma de caminar. Es decir, qué relación van a establecer con el suelo; si van a ser rápidas o lentas; ágiles o miedosas; sinuosas o sencillas. Eligen cuánto van a caminar, y si van a correr o no. O la comodidad o la sorpresa, o la altura, o la distancia a recorrer. Pero, ante todo, y sobre todo al elegir sus zapatos, las mujeres eligen qué tipo de piernas quieren tener.

EL CONCIERTO DE SUS PIERNAS
Las piernas son para los hombres a lo más un medio de transporte. Sólo un hombre que yo sepa, Pablo Neruda, pensó en sus piernas. En las mujeres, las piernas tienen varias funciones. La primera - sobre todo es el rol de los muslos, pero también de las rodillas-, cubrir el sexo y descubrirlo. Pero, por sobre todo, las piernas son delimitadoras del espacio. La mujer sabe que no hay verdadera separación entre los pies y las piernas. Que las piernas terminan en los pies, pero que también comienzan en los pies, y que es el rol de los zapatos hacer que el talón de Aquiles, pase de ser una debilidad a la clave de una nueva fuerza. Que los zapatos pueden ser una asombrosa maquinaria recóndita que la ayuda a pararse por encima de la naturaleza y el físico.
Siempre hacia arriba. Las africanas llevan todo, comida, alforjas de agua sobre la cabeza para que esta fluidez vertical de la mujer no se vea roto por nadie. Y aunque generalmente no usan zapatos, intentan caminar de una forma grácil, dejar el suelo al lado y concentrar en que caminar parezca fruto del viento, como el pulsar de una lejana cuerda. El recuerdo de una música, un ritmo que nos obliga a amarla.
Pistola, concha, violín, los zapatos son para la mujer también un instrumento musical. Y así son tratados, como Stradivarius, un Steinways o Bosendorfer, al que hay que limpiar, afinar, para con respeto, dar el gran concierto. La concertista sabe que se puede pagar cualquier precio por un buen instrumento y que no hay conciertos en pianos verticales ni en violines agujereados.

LA FLEXIBILIDAD DEL CRISTAL
¿Pero por qué los zapatos de Cenicienta tienen que ser de cristal? nos preguntamos los hombres al ver a nuestras esposas y novias masajeándose en secreto los martirizados pies, para volver a poner los instrumentos de tortura y caminar y sonreír sobre ellos.
Para las mujeres, la incomodidad misma, la falta de flexibilidad del calzado es misteriosamente parte de su encanto. El zapato no debe acomodarse al pie, sino el pie al zapato. El que en China amolda el pie, reduciéndolo a su mínima expresión. Como si el pie necesitara ser domesticado, maltratado, ninguneado, olvidado, para que la mujer merezca ser llamada mujer.
El dolor del calzado es toda una pedagogía. Pero no es el dolor por ser más bella: es el dolor en sí lo que el zapato le enseña a las mujeres. Le recuerda que sin dolor, sin dolor físico, el sexo no tiene sentido. Disciplinan el cuerpo. Tiene que aprender a aguantar, porque el embarazo será ese dolor constante, porque la sobrevivencia siempre tan larga, tan arriesgada implicará en la mujer más aún que el hombre, que aguante el dolor cotidiano. Y disimularlo, montar sobre él, vivir sobre él, es la señal de que se está preparando para dejar de ser niña.
Los zapatos son el carcelero del cuerpo. Una mortificación que la obliga a no olvidar que mucho placer duele, y que la belleza para ser razonable tiene que ser contenida. Como si nada, una mujer se duele en sus zapatos y corre en taco alto, y parece en la oficina igual a los hombres que la rodea, pero en sus pies el recuerdo de su corporalidad, está siempre ahí. El simple acto de caminar tiene para ella un precio y lo paga con una sonrisa, una glacial mirada. Ser mujer no es - lo decía Simón de Beauvoir- nunca un azar. Es mil veces al día un acto de voluntad.